Su amor es una llamarada que se consume,
que nos consume a los dos y nos sumerge
en la misma pasión y en la misma oscuridad.
No me gusta a veces cuando empiezo a desnudarlo por las manos, recorriendo sus muñecas, sus antebrazos, el brazo entero ya y luego subir a sus hombros para alcanzar su cuello
y bajar lentamente por su pecho saboreando cada centímetro de su piel tan apetitosa.
Que torso tan bien esculpido, que belleza de ombligo; tan lleno de vida su vientre cuando le echo un vistazo ya sin los estorbos de la ropa interior y claro, sin el pantalón.
Me lo imagino desnudo y me causa un enorme placer desvestir a este hombre, porque siempre hay algo que me impide hacerlo; y digo que no me gusta desvestirlo porque me gusta contradecirme, y desnudarlo así porque cuando llego a su entrepierna, mi boca que ya beso el resto de su piel completamente deseable está abierta y casi babeo al admirar tanta firmeza,
y vaya es tanta mi ambición por su piel, este mi vicio epidérmico que apenas y me deja tiempo para otras cosas que no sean estarlo desvistiendo cada noche con una fiebre inigualable.
Su sabor, su aroma y tanto amor, y mi cuerpo ya en el suyo, ya deshaciéndose, ya a poco de fundirse y ser uno sólo de todo: de sudor, de pelos y latidos, de quejidos y caricias, rasguños, gemidos, gritos y más gritos de nuevo, y una mordida o una nalgada, un beso.
Yo al borde de la locura, del placer y la agonía de la pequeña muerte,
de desfallecer entre sus brazos o entre sus piernas.
Luego del coma lujurioso me preparo para oírle reír.
Y él ríe como creyendo que soy una niña y me acaricia la cara con ternura que contrasta con la furia con que me hacia el amor hace rato; y sonríe pensando que olvidare como fui suya.
Como comencé a desnudarlo por las manos, por esas manos que me estrujan o acarician según su estado de ánimo, que cambian mi mundo con su lánguido roce para luego avanzar con ansiedad deshaciéndose de ataduras, de ropajes, de mi pudor y mi inocencia.
Esas manos… sus manos.